A los 3O años se echó al monte para apagar incendios forestales y vigilar la pesca y la caza y, desde entonces, no ha descansado en su responsabilidad por proteger y cuidar el medio ambiente. Hasta hace diez días, que ha colgado las botas. Manuel Olariaga, al que le llaman cariñosamente Txomingorri y natural de la villa guipuzcoana de Azkoitia, se acaba de jubilar como agente forestal. Profesionalmente hablando porque uno nunca se jubila del todo de este trabajo. Los bosques y los montes han sido su vida y seguirá recorriéndolos porque una vez que uno queda atrapado por su magia, ya no hay vuelta atrás.

Hoy, Día Mundial de los Guardas Forestales, hemos charlado con este agente que ha tenido “la inmensa suerte de tener un trabajo” que le ha “apasionado” y que le ha hecho “extraordinariamente feliz”, aunque alguna vez haya sentido una punzada en el corazón. Manuel habla con pasión. Su rostro bonachón y de perfil alegre ríe y se emociona al echar la vista atrás. A sus 66 años se ha ganado una jubilación serena, después de casi 40 años defendiendo la naturaleza. Ha estrenado su nuevo estado junto a su mujer e hijas, a las que ha regalado un viaje a Menorca, de donde acaban de aterrizar.

Los montes, su pasión

Este azkoitiarra ha hecho de su oficio su forma de vida y más aún: su pasión. Porque ser agente forestal no fue al principio una vocación. Trabajaba en el caserío de los padres e iba encadenando trabajos “sin mucho fundamento”.  Reconoce que tuvo más papeletas de acabar como mecánico o carpintero. Pero en 1986, se presentó a unas oposiciones y entró en listas. “Surgió así, sin más”, matiza Txomingorri. En 1994 obtuvo su plaza fija. A excepción de los primeros años, siempre ha ejercido como guarda forestal de la zona de Eibar, Elgoibar, Placencia y Mendaro, cuatro municipios guipuzcoanos que han estado bajo su responsabilidad.

Vigilar la naturaleza y ayudar

Se les llama de muchas formas: guardabosques, agentes medioambientales, rangers… Pero a Manuel le gusta: guarda forestal de zona. Su trabajo ha sido proteger la naturaleza y castigar a quien la pone en peligro. Algo así como un ‘policía’ de los montes. Nadie mejor que él para hacer una descripción detallada de sus quehaceres durante estas casi cuatro décadas que las resume en vigilar y ayudar y dar consejos a los propietarios de los montes: “Me he encargado de los trámites de los permisos de corta de arbolado, el control de la poda para evitar imprevistos en zonas no permitidas; del trámite de los permisos de plantación; de los permisos que se conceden para la quema de cualquier cosa, pero sobre todo los restos de corta de arbolado; del seguimiento de los incendios, si surge uno tenemos la responsabilidad de dirigir los trámites para apagar los fuegos; de la vigilancia de la fauna y la flor”.

“Yo, en concreto, tenía el cometido de cuidar el visón europeo, una especia que está en peligro de extinción y cuyo hábitat son las regatas de los ríos de Gipuzkoa. Hay que procurar mantener bien las riberas de los ríos para que ese ecosistema no se destruya”, continúa explicando.

Mantener el temple y la calma

Manuel se muestra dichoso durante toda la entrevista. En su retina se quedan sus montes, aunque de vez en cuando te jueguen una mala pasada. Asegura que nunca ha sentido miedo. Ni tan siquiera en aquel día de primavera de 2006, en el pase de la paloma, cuando unos cazadores furtivos se escondieron en un monte de Hondarribia. “Los vimos, nos acercamos y uno de ellos se puso agresivo y nos apuntó con la escopeta. En ese momento, no fui consciente del peligro pero me impresionó mucho. A posteriori, pensé que nos podía haber sucedido cualquier cosa. En esos momentos de tensión tienes que mantener el temple, la calma y no ponerte a su altura”, recuerda Manuel.

El abrazo

La vida de Txomingorri está llena de anécdotas, momentos y recuerdos. Algunos terminan en un emotivo y confortable abrazo. La lista de personas que ha rescatado del monte es interminable pero en su cabeza tiene un hueco especial para una pareja joven de Durango que se perdió en el monte Topinburu (Eibar). Se acuerda como si fuera ayer: “Estaba en casa. Era el 10 de agosto de 2006. Me llamaron que se habían perdido dos chavales. Había entrado una nieve terrible y no se veía a un metro. Apenas tenían batería en el móvil. Pero pude hablar con ellos”.

-Manuel: ¿Dónde estáis?

-La pareja: No sabemos el nombre del monte. Hemos entrado por el barrio de Txonta en Eibar.

-Manuel: ¿Y habéis visto algo?

-La pareja: Una casa medio abandonada.

-Manuel: Estad tranquilos, que más o menos ya sé dónde podéis estar…

Así es como Manuel se echó al monte, una de tantas, a rescatar a estas dos personas. A pesar de que les había pedido que no se movieran del sitio, cuando llegó, no estaban. El móvil apuraba la batería pero aún así pudo hacer una última llamada.

-Manuel: ¿Dónde estáis? ¿Veis una antena de repetición?

-La pareja: Sí.

-Manuel: ¿A mano derecha?

-La pareja: Antes la veíamos a mano derecha pero nos hemos movido. Ahora, está a nuestra izquierda.

No tardó en encontrarlos y lo demás es historia: “La emoción, sobre todo de la chica, la tengo grabada. Los dos estaban tiritando y me pegaron un abrazo… En ese momento sientes una cosa en el pecho –‘ayba dios’, suspira-, pero yo no he hecho nada del otro mundo. Es como el perro guía de un ciego”, recuerda con humildad Manuel.

Sensibilidad especial

“Con el tiempo, los guardas forestales conseguimos una sensibilidad y un sentido de la orientación especiales”, revela Manuel. Tanto es así que asegura que “si cierro los ojos, visualizo de memoria todos los recorridos de los montes”.  A pesar de la soledad: “La inmensa mayoría de las horas, los guardas forestales de zona estamos solos”. Su compañero de patrulla ha sido casi siempre ese espectáculo verde que es la naturaleza y de la que ha aprendido tanto.

Cuando a Manuel se le pregunta qué ha aprendido observando el bosque, enmudece pero al cabo de unos segundos, sentencia: “El transcurrir del tiempo… Viendo la naturaleza, se es consciente de todas las emociones que surgen en uno mismo. Cuando estás en medio de un monte, quieres dejar tu sello, tu mano… que permanezcan en donde tú has pasado tantos años”.

El eco de un disparo

Durante casi 40 años, ha apagado incendios, rescatado personas y animales, cuidando con celo los bosques y disfrutando de la naturaleza sin impaciencia. Su momento más triste se remonta también a 2006. Una tarde cualquiera suena su móvil: un joven ha desaparecido. Todos los días hacía el mismo ritual: salía a las 7:15 de casa de sus padres, iba a dar de comer a unos perros y de ahí, a trabajar. Saltan las alarmas cuando no aparece en el trabajo ni tampoco regresa a casa. Su madre se percata de que se había llamado la escopeta. El coche aparece en el lugar donde daba de comer a los canes. “La gente se juntó por parejas para rastrear, pero yo me fui solo. En un bosquecito de robles y hayas me encontré con un chaval. Nos intercambiamos un par de ‘iepa’. Le pregunté que qué hacía. Y me dijo que estaba recogiendo setas. Yo le conté que estaba buscando a un chaval que había desaparecido. Nos despedimos”, recuerda Manuel.

Cuando bajó a la base, Manuel contó ese encuentro, pero al parecer la ropa descrita no coincidía y nadie le dio importancia. Al rato, el bullicio de las personas congregadas se vio interrumpido por el eco de un disparo ensordecedor que presagiaba el peor de los destinos. El chaval que buscaban era el mismo con el que Manuel había charlado. “Muchas veces lo he pensado y le ha dado mil vueltas. Si alguien me hubiera enseñado una foto…”, se lamenta Manuel, consciente de que esta profesión ha tenido algún día para borrar de un plumazo.

Los incendios, la lacra de los boques

La vida sique. Y la naturaleza también sigue su curso. Manuel ha vivido muchos incendios; los más duros, los de diciembre de 1989 que arrasaron en menos de 5 días 30.000 hectáreas de bosque y matorral, el 10% de la masa forestal de Euskadi. “Aquí las estaciones más peligrosas son la primavera y el otoño”, explica.  De plena actualidad, este agente forestal no duda en afirmar en que “los incendios forestales son la mayor lacra de los montes”. “También los seres humanos, que tendemos a invadir terrenos que no son nuestros. Está en nuestras manos proteger la salud de nuestros bosques”.

A Manuel le da “mucha pena” ver medio país ardiendo. “Se me cae el alma (se emociona)”, dice este agente forestal, quien se pregunta “qué les espera a las generaciones futuras en un plazo no tan largo”. “Vamos muy muy muy mal”, repite. “En Zamora se han quemado 60.000 hectáreas. Los números son muy fríos pero es una barabaridad. Con todo esto del cambio climático, vamos a peor. Aquí, veo árboles que ante no crecían y ahora lo hacen todo el año; Hace 30 años, aquí apenas había sequías y ahora muchos prados tienen un color paja; o en un día te llueve lo de dos meses”, se lamenta.

Compañeros que son amigos

Manuel ha sido un cuidador del bosque sencillo. Tiene claro que si bien para muchos, los agentes forestales son trabajadores incansables que velan por los intereses del medio natural”, para otros “nos tildan de que nos pasamos en el monte todo el día sin hacer nada”. Aun sí, considera que la percepción que tiene la sociedad hacia esta figura “ha cambiado para bien, es más cercana”.  

Hombre activo que le gusta relacionarse con la gente, reconoce con orgullo que  ha hecho “muchos amigos en este trabajo –algún enemigo también, murmura-. He tenido mucha suerte con la gente que he tenido alrededor”; y resalta que lo “más bonito” que le ha traído su oficio ha sido el “compañerismo”.  “¡He disfrutado tanto de este oficio! Siempre he ido a trabajar con alegría. He conseguido vivir y crear una familia con un trabajo que ha sido muy agradable”, suspira este agente forestal. Este es su gran éxito.

“Voy a seguir gozando del monte”

Ahora abre las puertas a la jubilación con júbilo y alegría. Su hobby es disfrutar de la naturaleza, la fauna y la flora. Lo de hacer montañismo y escalada lo deja para los jóvenes. “¡Yo ya no estoy para eso!”,  exclama. “Lo mío es ver los arboles y clasificarlos y lo mismo con las flores y las plantas. Ahora quiero disfrutar de los buenos días en la naturaleza y las vistas, disfrutar del arbolado”, cuenta. Otra manera diferente de pasear por la naturaleza.

“Ahora ya no tengo esa responsabilidad tan directa. Voy a seguir gozando del monte –mi tren de vida-, mientras me acompañe la salud y, por supuesto, compaginándolo con la familia”, asegura Manuel Olariaga, un hombre que ha sido parte del día a día de una profesión que tiene el bonito fin de mimar el medio ambiente; y de ver y sentir la naturaleza. Aún le queda un consejo para los futuros agentes forestales: «Hay que hacerse amigo del monte y de la naturaleza. Cogerlos como un compañero de vida y saber transmitirlo a la sociedad.»

¡Feliz Día de los Guardas Forestales! ¡Feliz vida, Manuel Olariaga!